lunes, 10 de diciembre de 2018

“Rojo”, de John Logan


Ciertamente cada cosa apetece en su momento. Los que me conocen saben que una Mahou bien fresquita es, quizá, uno de los mayores placeres para mí... pero no siempre me apetece. De hecho, cuando llego por las tardes, agotado del trabajo y, sobre todo, del coche, lo que me apetece es una copa de buen vino de Ribera del Duero. Cada instante precisa de su guarnición.
Ayer no me apetecía nada ir al teatro. Estaba en mi casa tranquilamente viendo cómo el viento era la excusa perfecta para camuflar el desastre -enésimo- de mi Real Madrid, y deseando que llegara el pitido inicial del Boca-River, cuando, al mirar la hora, vi que teníamos que coger el coche -otra vez; ni un puñetero día sin coche-, hacernos treinta kilómetros, pasearnos por el frío madrileño e ir a ver una obra de teatro que vete tú a saber a qué iba a saber. Menos mal que era en el Teatro Español y que allí no haría frío (de hecho pude comprobar que el calor era insoportable).
Empezó la función, pasó una hora y media, y terminó. Y...

Lo primero que se me viene a la cabeza es que, definitivamente, el negro no se comió el rojo. No hay negro en “Rojo”, no hay muerte, no hay vacío. Hay pasión, reflexión, humor, fino humor, humanidad, arte. Es de esas obras que cuando terminas quieres ser lo que has visto. En este caso, ser pintor. Pero no sólo pintor. Lo que quieres es que tu sangre no se transfunda en rojo, sino que se evapore en arte. Que todos los poros de tu cuerpo pasionen a la cruz del artista y alcancen la resurrección del deleite conseguido. Quizá no supe expresarlo pero todo esto es lo que quisieron transmitir mis aplausos, en pie, lanzados a los dos actores que, agradecidos y exhaustos, saludaban desde el escenario.
La trama es, no obstante, simple. Quizá manida. Mark Rothko, pintor reputado de mediados del siglo XX, es contratado por una compañía multimillonaria para que decore con sus cuadros un restaurante a inaugurar en uno de los rascacielos de Nueva York: el Four Seasons. Treinta y cinco mil dólares, de entonces, le pagan por ello. Un pastizal. Y a ello se pone. Y para ello contrata los servicios de un joven aprendiz, aprendiz de pintor. “No seré tu maestro, ni tú mi discípulo; no seré tu padre, ni tu mentor, ni nada de eso. Seré tu jefe. Aquí estarás para satisfacerme en lo que quiera que me apetezca en cada momento. Y si no estás dispuesto a sufrir cualquiera de esas humillaciones, ahí tienes la puerta”. A partir de ahí se genera una reflexión a dos voces sobre lo que eres y en lo que puedes llegar a convertirte; sobre lo que sientes y lo que haces para mentirle a los demás; sobre lo que piensas y lo que tu voluntad te ordena hacer. ¡Cómo me veía reflejado en los sermones de Rothko, con dieciocho años! Entonces yo era un romántico deseoso de batallar todo tipo de guerras perdidas.
“¿Sabes qué es el negro?”, le pregunta Rothko a su ayudante. “Ser pesado en la balanza y ser hallado insuficiente.” No sé porqué pero esto me recordó aquello de San Pablo: “cursum consumavi, fidem servavi” (“he recorrido el camino y he guardado la fe”). ¿Qué es tu vida? ¿El triunfo, el dinero, la fama? Incluso, ¿la satisfacción personal de haber hecho algo bien? ¿El halago, quizá? En positivo, haber vivido la lucha del día a día, con la vista puesta en tu Fin, con mayúscula, y recoger la corona de la Gloria. En negativo, ser pesado y que te encuentren insuficiente, sin peso, sin una huella marcada en el camino de la vida. Ser rojo; ser negro.

No haré spoiler. Sí recordaré una frase. El ayudante, en un monólogo magistral, centrifuga el alma de Rothko mientras éste se consume entre cigarrillo y cigarrillo, y whisky y whisky. Cuando termina, sumiso, acepta el despido. Pero Rothko, que no es su maestro, ni su padre, ni su mentor, sino que es su jefe, le dice: “¿Despedirte? Ahora has existido por primera vez. Mañana nos vemos.” ¿Por qué? ¿Antes invisible y ahora visible? Sí, ahora visible porque ha pensado, ha reflexionado, ha sido él mismo, no un muestrario de ideas ajenas. Ha sido “rojo”.
Todo esto es “Rojo”, obra de un tal John Logan que no ha parado de recibir premios teatrales del más alto prestigio, pero que aquí se vende con el cebo de que el tal Logan fue el guionista de “Gladiator”. No sé qué les habrá hecho Logan a los que ceban así su obra. Y con Logan aparecen en Madrid dos actores que se comen el rojo, el negro y toda la paleta cromática de la obra. Juan Echanove que, olvidado ya su paso por “Cuéntame” y dejado de la mano a Imanol Arias, se reencuentra con el actor superlativo que es, de voz y rasgos rasgados por la experiencia de la vida. No puede imaginarse un Mark Rothko que no tenga el ADN de Echanove.

Y para darle la réplica su ayudante, el niño de, otra vez, “Cuéntame”, que, crecidito ya, da una lección de dramaturgia sosteniendo la mirada y el bocado de Echanove, y dejándole sentado y sin hablar en más de una ocasión.

En definitiva, “Rojo” es una experiencia teatral de primer orden que te obliga a pensar, a reflexionar, a dejarte llevar por tus adentros, a sentir y resentir lo que una vez, quizá, fuiste y viviste pero que la tozudez de una vida demasiado plástica y real te obligó a olvidar. “Una cosa tengo por cierto. Que todos los hijos de puta que coman en ese restaurante, y que mirarán a todas partes, nunca verán mis pinturas. Pobres ellas.”
Empezó la función, paso una hora y media, y terminó. Y... el alma se llenó, una vez más, como quizá nunca hubieras pensado que volviera a llenarse.