Yo opino
Una reflexión larga sobre las responsabilidades derivadas de la pandemia del COVID-19
Escucho mucho en estos días a personas que, cuando opinan sobre quién es el culpable de la horrorosa gestión de la pandemia en España, concluyen que los políticos, “unos y otros”. Y esa conclusión no puede sino ser una salida airosa para quien, en el fondo, tiene claro que la responsabilidad es de quienes ahora están en el Gobierno y a quienes votó y, probablemente, seguirá votando. Es una manera de ocultar una cucharada de aceite en una bañera llena de agua: diluirla lo máximo posible. En ocasiones la expresión también puede ser causa del miedo, miedo a que te “tilden” de fascista (se sabe que fascismo deviene del “fascio italiano”, esto es, de Mussolini, pero sí se supiera que era afiliado al partido socialista italiano y director de un periódico de tinte socialista en sus tiempos de “periodista”... ¿qué terremoto provocaría?).
En cualquier caso, todos tenemos nuestra opinión sobre quienes son los responsables de lo que, creo, estaremos de acuerdo, ha sido una horrorosa gestión de la pandemia; aunque, bien pensado, tampoco todos tenemos porqué tener claro que esa gestión ha sido tan horrorosa. Quizá unos por convicción, quizá otros por interés, hay gente que apoya el modo y manera en que los responsables políticos han gestionado la pandemia.
Confiando en que los que opinen lo contrario permitan que dé mi parecer al respecto, apuntaré, siquiera, los motivos por los que soy de los que pienso que la gestión ha sido y está siendo horrorosa.
Falta de previsión
En primer lugar, porque no se actuó a tiempo. Sí, ya sé que lo que voy a decir hará que a algunos les parezca que “ya volvemos con la burra al trigo”, pero es que hay hechos que, por sí mismos, condicionan una actuación. Ese hecho, para mí, fue, en efecto, el 8M, el día de la mujer trabajadora (o de la mujer, sin más). Un Gobierno que ha hecho del género una piedra angular de su mensaje social, no podía suspender la celebración del 8M. Y, cuidado, no diré que en las manifestaciones del 8M ha estado el foco de la propagación de la infección y que tantos o cuantos cientos de personas se contagiaron allí. No lo diré porque, además, probar con una relación de causa a efecto esa afirmación es del todo punto imposible, más en estos momentos. Lo que sí digo es que por culpa de no prohibir esas manifestaciones, tampoco se prohibieron otras muchas concentraciones, espectáculos públicos, eventos deportivos, etc., que durante los días y semanas previos al 8M se siguieron celebrando como si tal cosa; y tampoco se tomaron las medidas preventivas, de distanciamiento social, higiénicas e, incluso, de confinamiento cuando las mismas habrían sido más eficaces, siquiera, para que no hubiéramos llegado, muy probablemente, a los casi 25.000 muertos que ahora tenemos (según las cifras oficiales; me temo que no las reales).
La clave, en lo antedicho, está en demostrar si el Gobierno tenía datos que aventuraban la terrible pandemia que se nos echaba encima. Sobre esa cuestión no me extenderé, si bien creo que son sobradas las informaciones periodísticas que están saliendo y que, en efecto, demuestran que esos datos eran suficientemente conocidos. Ahora bien, sí pondré el acento en dos hechos que, desde mi punto de vista, refuerzan lo referido. Por un lado, que justo el 9M el Gobierno comienza a tomar medidas anti pandemia, medidas que concluyen apenas cinco días después con la declaración del estado de alarma y el confinamiento masivo de la población; por otro lado, las declaraciones de uno de los principales responsables, el doctor Fernando Simón, que, antes del 8M minoraba, cuando no ridiculizaba, el temor a que la pandemia nos azotara como nos ha azotado. Para mí esa transformación del Gobierno en apenas 24 horas y esa forma tan displicente de tratar la situación de uno de los mayores “expertos” en epidemiología del país, me llevan a concluir que, en efecto, el Gobierno sabía lo que pasaba y lo que podía pasar (acepto que quizá no con la gravedad con que se ha desarrollado la pandemia en España), y por ideología e intereses partidistas y políticos, no actuó a tiempo.
Un añadido personal. Mi padre fue internado en el Hospital Infanta Leonor el 8 de marzo por la mañana. Había comenzado a desarrollar síntomas cuatro días antes. Fiebre, tos, cansancio e intolerancia a la comida. Cuando le internaron pude comprobar, personalmente, dos cosas: que el hospital sí tenía un protocolo de actuación frente al coronavirus, hasta el punto que ya habían habilitado una zona de Urgencias para aislar a los enfermos que pudieran ser susceptibles de tener la enfermedad del COVID-19; y que las Urgencias empezaban ya a estar desbordadas y llenas de gente, hasta el extremo, por ejemplo, que los muchos geles higiénicos que habían puesto en la sala de espera ya estaban agotados. ¿Qué aporta esta pequeña experiencia personal? Que a fecha del 8M por supuesto que se sabía que la pandemia estaba encima de nosotros y que ya acumulaba enfermos absorbiendo el devenir normal de las urgencias hospitalarias. Mi padre, por cierto, positivo en COVID-19, estuvo 21 días internado (aunque fue trasladado a los pocos días de ingresar a otro hospital porque en el que estaba comenzaba a colapsarse) y, gracias a Dios, se ha recuperado.
Un confinamiento desaprovechado
En segundo lugar, porque durante el confinamiento no se ha actuado diligentemente. Una vez que tienes la tormenta frente a tu casa es difícil actuar con serenidad y calma, pues la lluvia, los vientos huracanados, los truenos, etc., te impiden adoptar decisiones serenas y meditadas. Así, cuando ya era demasiado tarde, y las UCI’s se atestaban de gente, y los hospitales colapsaban, las decisiones que iba adoptando el Gobierno eran ineficaces, casi ab initio. Han sido públicas y notorias las contradicciones, casi diarias, protagonizadas por el Gobierno, adoptando medidas y tomando decisiones que, apenas horas después eran modificadas por otras, en no pocas ocasiones, completamente distintas. Y esto, desde mi punto de vista, es absolutamente normal cuando estás inmerso en una vorágine que te lleva a decidir sobre la marcha, porque los muertos y contagiados caen sobre ti como una losa... y permanentemente, cada minuto.
Pero esta forma de actuar completamente errática ha tenido su culmen en las decisiones de compras de material sanitario que ha protagonizado el Gobierno. Es importante en este punto significar que, con el estado de alarma, el Gobierno decidió asumir la responsabilidad sobre todas las compras de productos de primera necesidad y, en especial, de cuanto se refiriera a material sanitario. Y digo que esto es importante porque, desde algunos foros, se pretende diluir (de nuevo el aceite en la bañera) la responsabilidad del Gobierno extendiéndola a los gobiernos autonómicos. Desde luego no seré yo quien reste o elimine la responsabilidad de los gobiernos autonómicos pues, al fin y al cabo, tienen conferidas las competencias en materia de sanidad; y dichas responsabilidades también les deberán ser exigidas por no haber adoptado, quienes no lo hayan hecho, las medidas preventivas en las semanas previas al 8M y, desde luego, al momento en que se declaró el estado de alarma. Pero no se puede predicar dicha responsabilidad a los gobiernos autonómicos por no comprar material sanitario de calidad y en tiempo oportuno, pues esa facultad, insisto, fue asumida por el Gobierno.
Quizá pueda sonar a demagógico, pero ¿cuántos médicos, enfermeros, enfermeras, celadores, etc., que han perdido la vida en estas semanas, pudieran haberse salvado si hubieran tenido los instrumentos sanitarios de prevención a tiempo? Desde luego que si yo fuera familiar de uno solo de esos fallecidos ya ardería en cólera por sólo un muerto. Pues bien, no ha sido sólo uno el fallecido sino muchos sanitarios los que han perdido la vida porque su contacto permanente con infectados y su falta de medios de prevención les han situado ante un riesgo desmedido y del que también habrán que responder los que ahí les situaron. Sin embargo, también es público y notorio que esos instrumentos de prevención y protección han llegado, cuando han llegado, muy tarde, demasiado tarde. Aún hoy se ve en el contexto europeo cómo otros gobiernos están sometiendo a todos sus habitantes a cientos de miles de test para detectar el contagio o los niveles serológicos, mientras que en España no se está actuando de la misma manera; de hecho, se está impidiendo que se acuda a entidades privadas que realizan esos test. Y esto no es ficción, pues el ministro de sanidad ha dicho que “no se podrá realizar el test a toda la población” (y añado yo, que a un altísimo porcentaje de la población).
Otra aportación personal. Yo también he enfermado de COVID-19. Mis primeros síntomas los tuve el 26 de marzo y pasé 18 días con fiebre. Entre el día quinto y el décimo tuve problemas respiratorios y, si no fui al hospital fue por la recomendación de un amigo íntimo, médico, que me monitorizaba a diario y que pensaba que mientras pudiera aguantar en casa era mejor que exponerme a la tremenda carga viral que podía coger allí. Pues bien, tras muchos días de un cansancio extremo, de sentir repugnancia por la comida, de fiebre, de tos, de problemas respiratorios... sólo hablé con mi médico de cabecera de la Seguridad Social en dos ocasiones, y porque yo le llamé: una cuando tuve los primeros síntomas y otra siete días después. Cada vez que hablábamos, la conversación concluía con que me llamaría la enfermera para ver cómo evolucionaba: a día de hoy estoy esperando su primera llamada. Pero siendo esto destacable del modo y manera que se ha gestionado la crisis, lo más relevante es que hay muchos enfermos que no han acudido al hospital y que, muy probablemente, no aparezcan en las listas oficiales; y, además, que, pese a lo dicho y a lo que yo, personalmente, he pasado, nunca me han hecho un test, ni una placa y, lo que es peor, nunca me han ofrecido hacerlo, salvo que hubiera ido al hospital, lo que se me desaconsejaba también por el médico de cabecera.
Una desescalada improvisada
En tercer lugar, y unido a lo anterior, porque el confinamiento no se ha aprovechado para diseñar una salida adecuada del mismo que conjugara el cuidado sanitario, con el impulso a la actividad económica. Llevamos desde el 15 de marzo confinados, esto es, mes y medio, y hace apenas dos días hemos conocido el “plan de desescalada”, el cuál no ha dejado contentos a muchos. Soy de los que piensan que diseñar este plan es sumamente complicado; pero también creo que el que se ha diseñado ha partido del miedo del Gobierno a que la situación que se ha vivido se reproduzca. Y es que una prueba más de la irresponsabilidad de quienes integran el Gobierno ha estado en, primero, negar el problema o minimizarlo y, ahora, aterrorizarse porque la salida de la gente a la calle vuelva a llenar los hospitales de enfermos. Sí, esta actitud es tanto más irresponsable, cuanto demuestra que nunca se ha actuado con criterio, sentido común y equilibrio en las decisiones.
Buena prueba de cuanto digo es la respuesta de la vicepresidenta (¡vicepresidenta del Gobierno!), Teresa Ribero, a las quejas del sector hostelero. Que la respuesta al dilema de abrir un restaurante o un bar incrementando los costes laborales, de suministros, de proveedores, etc., más lo que cueste adaptar el local para garantizar las medidas preventivas, con el límite de ingresos que dará tener un aforo del 30% o del 50%, sea que, a quien no le convenza que no abra, es prueba manifiesta de que quien ha elaborado el plan de desescalada, ni ha utilizado el sentido común ni ha pensado en equilibrar todos los intereses en juego.
Pero lo peor del abismo que se nos abre con la desescalada programada es que transmite que se ha pensado a partir de la urgencia por ser el último país que la ha publicado, si lo comparamos con los demás países de nuestro marco europeo. Todo transmite precipitación, improvisación, cual se transmitió cuando se permitió, durante 24 horas, llevar a los niños a uno de los mayores focos de contagio: los supermercados. Desde luego que habrá que ver cómo transcurren los días y se ejecuta el plan por los ciudadanos; y, más aún, cómo lo interpreta la policía, pues al haberles atribuido la facultad de “juzgar” los comportamientos in situ a la hora de sancionar, veremos cómo lo hacen cuando hayan de evaluar si un bar o restaurante, por ejemplo, está cumpliendo o no el plan de desescalada.
La crisis económica que se cierne ya sobre nuestras cabezas va a ser de extraordinaria gravedad. Muchas empresas y autónomos van a ver cómo sus actividades desaparecen (y con ellas miles de puestos de trabajo), pues el incremento de costes no va a ir parejo al de los ingresos. Es cierto que el Gobierno ha adoptado algunas medidas económicas, financieras y jurídicas tendentes a favorecer que las empresas puedan sobrevivir; pero todas esas medidas, en gran parte, no son sino modos de alejar en el tiempo la sima llena de empresas quebradas que se nos avecina. No están tanto pensadas en favorecer la supervivencia de las empresas, cuanto en que su ruina no se agolpe en las cabeceras de los telediarios, como se agolpaban los contagiados y los muertos en las urgencias. Véase un ejemplo. ¿De qué sirve que se modifique la Ley Concursal para eliminar la obligación de concursar hasta el 31 de diciembre, y propugnar e incentivar la negociación con los acreedores, si estos acreedores, en no poca medida, también tendrán los propios y no tendrán margen para rebajar sus exigencias con aquél deudor con el que negocien? Negociación es una palabra tan vacía como lo fue en su tiempo la palabra talante; pero, también como lo fue aquella, deslumbra cuando se pronuncia con aparente convicción. ¿Y de qué sirven las líneas de avales a través del ICO si no pocos bancos están financiando como ayuda a la deuda ya adquirida por los empresarios, sin darles margen para una nueva y sustancial liquidez? Será pan para hoy (y escaso) y hambre para mañana, cuando tengan que devolver lo ahora prestado. Para eso, desde luego, mucho mejor el camino de un concurso de acreedores ahora, que elimine el problema sin responsabilidades para los administradores de la empresa y pensando en que las inversiones que se tengan que hacer para seguir viviendo se destinen a nuevos proyectos sin lastre.
Derechos fundamentales dañados
Y en cuarto lugar (por poner coto a esta relación de motivos de una gestión horrorosa de esta crisis), porque se ha aprovechado el estado de alarma para “jugar” con los derechos fundamentales que ampara nuestra Constitución. Yo aquí, de momento, tampoco haré demasiado hincapié, pues quizá esos derechos fundamentales están ahora en un segundo plano de prioridad para la gente, que lo que quiere es saber cómo y de qué va a vivir en los próximos meses. Pero no por ello he de dejar pasar esta reflexión de lo que pienso sobre lo que ha acaecido y sucede aún, para poner de manifiesto mi profundo temor ante la deriva autoritaria que ha rezumado la gestión del Gobierno.
¿Es el estado de alarma el adecuado para mantener a todo un país confinado durante mes y medio ya, y otros dos meses más si atendemos al plan de desescalada (en mayor o menor medida), cuando vemos, además, que no se ha aprovechado para solucionar los problemas sanitarios y avanzar medidas eficaces para la supervivencia económica? Porque, no lo olvidemos, los problemas sanitarios se han ido mejorando por el transcurso del tiempo, el sacrificio y sapiencia de todo el personal sanitario, y la responsabilidad de la mayoría de la gente que, con dudas o sin ellas, han aceptado permanecer en sus casas.
No es mi intención disertar aquí sobre el estado de alarma, pero la diferencia entre el estado de alarma y el de excepción está en que el primero “limita” ciertos derechos fundamentales como, por ejemplo, el de movilidad, y por un período de tiempo concreto, mientras que el segundo “suspende” esos derechos fundamentales y por más tiempo, aunque también concreto. ¿Ha sido -es- el estado de alarma el marco adecuado para “suspender” de facto los derechos fundamentales sobre los que se ha extendido y, en especial, el de movilidad? No lo parece y, menos aún, cuando esa “suspensión” se está extendiendo en el tiempo hasta el punto de que, hoy en día, nadie puede ponerle fecha cierta a que tal “suspensión” finalice. Pero más aún el estado de alarma se ha utilizado equivocadamente (cuando no espuriamente), si comprobamos que otros derechos también se han visto “afectados” durante este período. Así ha sido el caso del derecho a la libertad de opinión y expresión, cuyo ejemplo más paradigmático se produjo con la confesión del general de la Guardia Civil, teniente coronel Santiago, quien (así lo creo yo) confesó las instrucciones u órdenes recibidas del Gobierno de prevenir las críticas a dicho órgano en las distintas redes sociales. Tal es así que lo que dijo lo tomo como una confesión, que días después, y tras salir a la luz distintos documentos que así lo apoyaban, los mismos fueron retirados, y las órdenes e instrucciones que contenían revocadas por los mismos que las habían adoptado.
Sólo nos resta esperar
A partir de lo expuesto, que no es más que una reflexión personal fruto de la experiencia propia y de lo leído y escuchado en multitud de medios de comunicación durante estos días, sólo nos queda esperar.
Esperar a que el problema sanitario se acote lo suficiente como para que los hospitales vuelvan a recuperar el tono muscular suficiente con el que seguir poder atendiendo, ya con más calma y tranquilidad, a los nuevos contagiados que, sin duda, seguirán llegando, si bien -eso esperamos todos- en menor medida. Hasta el 15 de marzo convivíamos con muchos otros virus y desde que termine la desescalada seguiremos conviviendo con ellos. La enfermedad del COVID-19 se sumará a los riesgos vitales y hemos de acostumbrarnos a ella. Lo que hay que procurar, repito, es que los hospitales puedan atendernos, cuando enfermemos, con las mayores garantías posibles.
Esperar a que las acciones judiciales que se han interpuesto y se interpondrán contra las personas concretas integrantes del Gobierno y de su alta administración tengan sus sentencias oportunas para, a partir de ellas, evaluar si la opinión de los jueces es coincidente o no con las dudas que, unos y otros, tenemos legítimamente en nuestras cabezas; y subrayo que la opinión de los jueces, adoptada tras el desarrollo de un proceso judicial con las máximas garantías y enmarcado en un Estado de Derecho, y no tanto la Justicia que, me temo, en el mundo de los hombres ha sido, es y será toda una quimera.
Esperar a ver cómo las empresas, los autónomos y los trabajadores logran o no sobrevivir a la crisis económica que ya nos azota, y si las medidas tributarias, financieras y jurídicas implementadas son realmente eficaces a tal fin, o meras decisiones cosméticas para atrasar el problema u ocultarlo bajo la alfombra de la indiferencia.
Esperar que esa rebautizada “nueva normalidad” (personalmente me da pánico esa nomenclatura, más propia de quien ansía un cambio de régimen, que de quien busca “recuperar” la normalidad de siempre, de toda la vida) llegue pronto y nos permita recuperarnos de las heridas, físicas, económicas y psicológicas, que nos laceran.
Esperar que todo el dolor pasado, todo el daño producido, nos haya enseñado lo suficiente como para ansiar ser mejores seres humanos, más conscientes de que somos, a un mismo tiempo, criaturas excelsas y de barro de botijo, capaces de mandar hombres a la Luna y de fenecer por miles ante un virus sólo perceptible con un microscopio. Si toda esta cruz vivida no nos sirve para ensanchar el alma, habremos perdido una oportunidad de las que muy pocas veces se nos presentan en la vida.
Durante los días que pasé enfermo y, sobre todo, aquellos que sufrí y temí que la enfermedad derivara hacia extremos graves, mi fortaleza me vino de mi esposa, a quien nunca agradecerá suficiente lo que hizo por mí, el amor que me transmitió y la confianza que me dio en que todo iría bien; y con ella de mi amigo y médico, Luis Miguel Benito, sin cuya ayuda y paciencia no habría encontrado el camino a la recuperación. Pero también encontré la ayuda de Dios y de la Virgen, a quienes rogaba la fortaleza que no tenía y a quienes suplicaba mi curación y la de tantos otros que sufrían como yo. Ahora que lo peor ha pasado, les pido que me ayuden a perdonar y comprender, sin renunciar a buscar justicia, y a que mi alma ansíe, como decía aquel santo, ser otro Cristo, el mismo Cristo, que perdonó y amó a todos sus hermanos los hombres aun sufriendo, por su causa, todo el dolor y el daño que el mal provoca.