martes, 29 de agosto de 2017

¿Bestsellers versus literatura?

Acabo de terminar de leer "La Sustancia del Mal", libro del verano 2017 sin lugar a dudas, escrito por el italiano Luca D'Andrea. De ordinario soy un lector lento, quizá, incluso, demasiado lento. Pues bien, este libro lo he devorado en apenas diez días desde que lo compré. Esto ya debería decir algo bueno de él pues, si así ha sido, es que tendrá esa capacidad de hipnotizar al lector hasta el punto de que cada hueco libre del día se llene del olor de sus páginas, embriagadoras como la bebida más excitante.
Sin embargo, estas líneas no pretenden ser una crítica de "La Sustancia del Mal". Al menos no sólo eso. Desde luego que esta novela es una gran novela, inquietante, repleta de ritmo narrativo, construida con meticulosidad, plagada de personajes atractivos, con un argumento lineal que sostiene el sustrato de la historia pero que se entremezcla hábilmente con otros tantos que surgen y relacionan a los personajes hasta la conclusión final. Y todo, además, ambientado en las montañas que todos recordamos al rememorar a Heidi. Si acaso un "pero", desde mi punto de vista, no menor: el final. Por supuesto no adelantaré nada del mismo pero sí diré que un buen final no precisa, necesariamente, de un triple salto mortal; ya con un doble salto es suficiente y, si me apuras, con un simple salto mortal. Y es que el triple lo que provoca, a veces -y creo que éste es el caso-, son inconsistencias y que la verosimilitud se acerque demasiado al precipicio de lo absurdo.
Ahora bien, "La Sustancia del Mal", ¿es literatura? De esto se ha escrito tanto que casi me da vergüenza ahondar una vez más en la polémica. Así que, por lo menos, trataré de ser breve y no pontificar. Empezaré diciendo que para mí, no. Veamos si me salen los ejemplos. ¿Es un Golf como un Ferrari? ¿La tortilla de patatas se asemeja a una langosta? La casa de mis padres en Vallecas, ¿es como la de Julio Iglesias en Costa Rica? Son coches, comida y viviendas. Pero, ¿hablamos del mismo concepto de coche, comida y vivienda? Pues si los ejemplos me han salido bien, lo demás huelga. 
Que conste que este tipo de libros me encantan. Los devoro o ellos me devoran a mí. Los disfruto como, quizá, ningún otro tipo de libros. Pocas veces he disfrutado tanto como leyendo a Frederick Forsythe. Ha poco que leí "La verdad sobre el caso Harry Quebert", de Joël Dicker, y de pocos libros puedo destacar una estructura narrativa más original y potente, al servicio de una trama que se le acomoda como un guante a la mano, y que provoca que desde la primera hasta la última palabra escrita estés en tensión. Y, ¿la serie de Harry Potter? Fantástica, nunca mejor dicho. Y, ¿qué decir de Henning Mankell y Kurt Wallander? Imprescindible en la novela negra y policíaca. Sin olvidarnos -imposible- de "Canción de hielo y fuego" ("Juego de tronos"), ejemplo de coherencia narrativa, tensión y brillantez de escritura. Los que me conocen saben que siempre tengo un par de libros leyéndolos a la vez. Y uno siempre es una novela que me mantenga pegado a sus páginas por la tensión que me provoque.
Pero... ¿por qué necesito también compaginar ese regusto que me provocan este tipo de novelas, con la emoción, el deleite, la musicalidad que me ofrece, por ejemplo, "El Aleph" de Borges, "La fiesta del chivo" de Vargas Llosa, "El desierto de los tártaros" de Buzzati, "El general del ejército muerto" de Kadaré? Porque son distintas y me aportan cosas distintas. Y el qué es lo que, para mí, distingue lo que son buenas, buenísimas novelas, de buena o buenísima literatura. ¿Qué es ese qué? Ya lo he avanzado antes. Primero, la profundidad en los personajes. Quizá en las novelas que se venden como churros prima la trama y el personaje es un elemento más de la estructura que ha de encajar pero que no ha de despistar del argumento. Por eso los personajes tienden a ser más arquetípicos, de los que nos hemos encontrado en otras historias. Sin embargo, ¿cuántos personajes como D. Fermín de Pas nos hemos encontrado por ahí? De hecho, "La Regenta", Dª. Ana Ozores, y D. Fermín de Pas, han pasado a la historia literaria con mayúscula y ya son inconfundibles. Un buen personaje tiene alma, aristas, subidas, bajadas, miradas, silencios, carne, huesos, sangre, pasado, presente, futuro, pecados, ilusiones, esperanzas... vida. Sólo un buen pesonaje sostiene una novela, y si no que se lo pregunten a Miguel Delibes y a sus "Cinco horas con Mario". 
Segundo, la musicalidad. Esto es más difícil de explicar porque tiene que ver con el sonido y el sonido -ya lo sé, no soy idiota- se oye, se escucha, pero no se lee. Pues bien, la buena literatura yo afirmo que también se oye, se escucha. Una palabra, otra y otra, y una frase, y otra, y llega el punto, y otra frase, y un párrafo. Si todo eso suena en tu cabeza como una sinfonía mientras pronuncias los sonidos de cada letra, cada sílaba, cada palabra, cada frase, cada párrafo, es que has conseguido hacer música con las palabras. Véase: "La lluvia caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas transparentes contra las ventanas, cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en aquel océano de invierno." Cierra los ojos. Que alguien te relea el texto. ¿Lo escuchas? Sí, es la fuerza de la tormenta, el mecer de las olas en el mar. Pero es que en este caso estamos hablando de Pablo Neruda y "Confieso que he vivido". Es verdad que esta nota distintiva de la literatura es más difícil es los libros traducidos de otras lenguas; pero ello lo que ha de servir es para que cuando compremos un libro escrito en otra lengua distinta a la materna, nos vayamos preocupando por comprobar quién es el traductor y su mérito profesional. Si la traducción es buena, la música también se puede escuchar.
Y tercero (dejémoslos en tres; pero hay más), paciencia, pero paciencia para elegir la palabra más adecuada y no otra, para que el personaje avance y vaya sacando todo lo que tiene dentro, para que el ambiente se transforme en otro personaje más, para que la historia rectifique de rumbo porque este o aquél personaje ya no pide o exige o camina por la senda que el escritor había previsto de inicio. Paciencia, en definitiva, para que los personajes te dicten la trama. 
¿Libros que se venden como churros, creados para eso? Sí, siempre que estén bien trabajados, bien estructurados, sean cuidadosos con las palabras, pierdan un poco de tiempo en crear algún personaje sólido. Esos libros siempre y siempre los recomendaré. Ahora bien, eso nunca podrá sustituir la emoción, el deleite y la reflexión de la literatura. Yo hago que ambas satisfacciones caminen juntas y bien hermanadas. Probad. Es un gozo: el verdadero gozo.
   

domingo, 13 de agosto de 2017

Dunkerque

Voy a poner las cartas boca arriba nada más empezar y así la cosa será más fácil. Dunkerque no me ha gustado; o, por mejor decir, no me ha gustado lo que pensé que me iba a gustar. Sí, ya sé que decir esto ante una película que está siendo unánimemente alabada por los críticos puede ser sinónimo de ignorancia cinematográfica. Pero también puede ser síntoma de que la crítica está cada vez más ensimismada en su universo sapiencial y se ha olvidado por completo de que el cine está hecho para la gente en general que va al cine, fundamentalmente, para reírse o sentir emociones y no tanto para ver cómo maneja la cámara fulano, cómo dirige a esta actriz mengano o cómo impregna de colores la pantalla perengano.
Y es que, dicho lo dicho, ¿qué le falta a Dunkerque? Pues eso, emoción. Nunca una película tan corta (algo más de una hora y tres cuartos) se me hizo tan larga. Prueba de ello es que no le acabé de coger el sitio a la butaca del cine y no paré de removerme en ella. Y, ¿por qué? Porque lo que estaba pasando en la pantalla me estaba dejando frío. No tenía ningún agarradero al que asirme, ningún rostro humano en el que bucear, ningún objetivo en el que ocupar mi mente y, sobre todo, al que destinar mi voluntad. Dunkerque es y parece una película inglesa, y te la sirven en una exquisita tetera victoriana al tiempo que te piden, please, que tomes el tea con el dedo meñique alzado y con el cuello dos veces levantado por encima del tronco. 
Precisamente esta frialdad -curioso- es una de las cosas que ha alabado la crítica. Bueno, la crítica no ha dicho que sea fría; más al contrario, dicen que produce una emoción constante eso de estar en tensión esperando que la muerte llegue en cualquier momento y a cualquiera de los pobres soldados que la esperan, soldados sin rostro, masas militares enjauladas en las grandiosas playas donde los nazis les tienen apresados. Fantástico. Ahora resulta que la emoción la produce la tensión y el anonimato. Qué más da conocer el interior del ser humano concreto, sus miedos, sus pasiones, su historia, sus ilusiones... su nombre siquiera. Ahora lo que produce emociones es la masa esperando a ser asesinada. Pues no. A mí, al menos, no. 
Recuerdo -recordamos- a Cary Grant y Deborah Kerr en el barco de Tú y Yo. Sólo se les veía de cintura para abajo, convenientemente vestidos y enlazados en un beso mientras subían unas escaleras. No les vimos el rostro al unir sus labios, pero todos sentimos la profundidad y la emoción de un verdadero beso de amor... quizá el más emocionante beso de amor de la Historia del Cine. Pero es que antes los habíamos ido conociendo, oyendo, viendo cómo se miraban, cómo se escuchaban, sabiendo cuál había sido su pasado, a dónde iban. En definitiva, fuimos conociendo el interior de esas dos personas que mostraron todo su amor en un fundido y oculto beso de amor. Todo esto le falta a Dunkerque.
Ahora bien, tampoco quiero que se me malinterprete. Dunkerque no es un documental, aunque pudiera parecerlo. No. Es un grandioso ejercicio cinematográfico de primer orden, pero, desde mi punto de vista, sin alma. Y no tiene alma porque no tiene personajes. Sin más. Y el cine, el buen cine, son buenos personajes. Que alguien me diga una sola película grandiosa, de las que quedan en nuestra retina para siempre, que no tenga, al menos, una cara, un rostro, una historia personal que nos haya impactado. Pues en Dunkerque no hay nada de eso. Bueno, quizá el personaje del padre de familia huérfano de hijo muerto en la guerra, que hace suyos a todos los hijos de otros que recoge del mar. Es que ¡¡ni siquiera los soldados que esperan la muerte en cualquier momento muestran un ápice de terror en sus rostros!! ¡Ni gritan, ni lloran, ni se desesperan, ni se vuelven locos! ¿Es que no hubo un soldado en toda la puñetera playa de Dunkerque que hubiera que tranquilizar por un ataque de pánico? Nada. Los soldados esperan como fichas de un juego macabro y, lo que es peor, se les ve como fichas de un juego macabro a expensas del jugador que quiera destruirles. Frío, frío y más frío.
¿Virtudes? Muchas. Está rodada de forma admirable. Por supuesto que tiene efectos visuales, pero apenas se notan porque la físicidad prima. Vemos a barcos hundirse, aviones estrellarse, y todo como si fuera verdad. El sonido, tan admirado por muchos, para mí no es mejor que el de otras películas bélicas modernas. Si acaso es más petardístico, pero no mejor. La fotografía... pues eso, fría, nublada. ¡Ah! Y no hay sangre. Sí, sí, en una película de guerra, con cientos de muertos esparcidos por todas partes, con bombas cayendo por aquí y por allá, no se verá ni una gota de sangre, ni un rasguño, ni un arañazo. Nada. El rojo sobra. Más frialdad.
En definitiva, que Dunkerque, al menos para mí, ha pasado y ahí se quedará, en el pasado. No creo que sea una mala película, ni mucho menos. Repito que es un ejercicio cinematrográfico grandioso y extraordinariamente bien rodado. Pero es una carcasa demasiado brillante para un fondo tan plano. Pasarán meses y años, y no recordaré de Dunkerque a ninguno de los muchos soldados que murieron porque su creador decidió que las almas concretas, con nombres y apellidos que allí dejaron su vida por la patria, no interesan, que lo que interesa es la masa conceptual. God save the queen! Amén.