domingo, 13 de agosto de 2017

Dunkerque

Voy a poner las cartas boca arriba nada más empezar y así la cosa será más fácil. Dunkerque no me ha gustado; o, por mejor decir, no me ha gustado lo que pensé que me iba a gustar. Sí, ya sé que decir esto ante una película que está siendo unánimemente alabada por los críticos puede ser sinónimo de ignorancia cinematográfica. Pero también puede ser síntoma de que la crítica está cada vez más ensimismada en su universo sapiencial y se ha olvidado por completo de que el cine está hecho para la gente en general que va al cine, fundamentalmente, para reírse o sentir emociones y no tanto para ver cómo maneja la cámara fulano, cómo dirige a esta actriz mengano o cómo impregna de colores la pantalla perengano.
Y es que, dicho lo dicho, ¿qué le falta a Dunkerque? Pues eso, emoción. Nunca una película tan corta (algo más de una hora y tres cuartos) se me hizo tan larga. Prueba de ello es que no le acabé de coger el sitio a la butaca del cine y no paré de removerme en ella. Y, ¿por qué? Porque lo que estaba pasando en la pantalla me estaba dejando frío. No tenía ningún agarradero al que asirme, ningún rostro humano en el que bucear, ningún objetivo en el que ocupar mi mente y, sobre todo, al que destinar mi voluntad. Dunkerque es y parece una película inglesa, y te la sirven en una exquisita tetera victoriana al tiempo que te piden, please, que tomes el tea con el dedo meñique alzado y con el cuello dos veces levantado por encima del tronco. 
Precisamente esta frialdad -curioso- es una de las cosas que ha alabado la crítica. Bueno, la crítica no ha dicho que sea fría; más al contrario, dicen que produce una emoción constante eso de estar en tensión esperando que la muerte llegue en cualquier momento y a cualquiera de los pobres soldados que la esperan, soldados sin rostro, masas militares enjauladas en las grandiosas playas donde los nazis les tienen apresados. Fantástico. Ahora resulta que la emoción la produce la tensión y el anonimato. Qué más da conocer el interior del ser humano concreto, sus miedos, sus pasiones, su historia, sus ilusiones... su nombre siquiera. Ahora lo que produce emociones es la masa esperando a ser asesinada. Pues no. A mí, al menos, no. 
Recuerdo -recordamos- a Cary Grant y Deborah Kerr en el barco de Tú y Yo. Sólo se les veía de cintura para abajo, convenientemente vestidos y enlazados en un beso mientras subían unas escaleras. No les vimos el rostro al unir sus labios, pero todos sentimos la profundidad y la emoción de un verdadero beso de amor... quizá el más emocionante beso de amor de la Historia del Cine. Pero es que antes los habíamos ido conociendo, oyendo, viendo cómo se miraban, cómo se escuchaban, sabiendo cuál había sido su pasado, a dónde iban. En definitiva, fuimos conociendo el interior de esas dos personas que mostraron todo su amor en un fundido y oculto beso de amor. Todo esto le falta a Dunkerque.
Ahora bien, tampoco quiero que se me malinterprete. Dunkerque no es un documental, aunque pudiera parecerlo. No. Es un grandioso ejercicio cinematográfico de primer orden, pero, desde mi punto de vista, sin alma. Y no tiene alma porque no tiene personajes. Sin más. Y el cine, el buen cine, son buenos personajes. Que alguien me diga una sola película grandiosa, de las que quedan en nuestra retina para siempre, que no tenga, al menos, una cara, un rostro, una historia personal que nos haya impactado. Pues en Dunkerque no hay nada de eso. Bueno, quizá el personaje del padre de familia huérfano de hijo muerto en la guerra, que hace suyos a todos los hijos de otros que recoge del mar. Es que ¡¡ni siquiera los soldados que esperan la muerte en cualquier momento muestran un ápice de terror en sus rostros!! ¡Ni gritan, ni lloran, ni se desesperan, ni se vuelven locos! ¿Es que no hubo un soldado en toda la puñetera playa de Dunkerque que hubiera que tranquilizar por un ataque de pánico? Nada. Los soldados esperan como fichas de un juego macabro y, lo que es peor, se les ve como fichas de un juego macabro a expensas del jugador que quiera destruirles. Frío, frío y más frío.
¿Virtudes? Muchas. Está rodada de forma admirable. Por supuesto que tiene efectos visuales, pero apenas se notan porque la físicidad prima. Vemos a barcos hundirse, aviones estrellarse, y todo como si fuera verdad. El sonido, tan admirado por muchos, para mí no es mejor que el de otras películas bélicas modernas. Si acaso es más petardístico, pero no mejor. La fotografía... pues eso, fría, nublada. ¡Ah! Y no hay sangre. Sí, sí, en una película de guerra, con cientos de muertos esparcidos por todas partes, con bombas cayendo por aquí y por allá, no se verá ni una gota de sangre, ni un rasguño, ni un arañazo. Nada. El rojo sobra. Más frialdad.
En definitiva, que Dunkerque, al menos para mí, ha pasado y ahí se quedará, en el pasado. No creo que sea una mala película, ni mucho menos. Repito que es un ejercicio cinematrográfico grandioso y extraordinariamente bien rodado. Pero es una carcasa demasiado brillante para un fondo tan plano. Pasarán meses y años, y no recordaré de Dunkerque a ninguno de los muchos soldados que murieron porque su creador decidió que las almas concretas, con nombres y apellidos que allí dejaron su vida por la patria, no interesan, que lo que interesa es la masa conceptual. God save the queen! Amén.

1 comentario:

  1. Los que no somos cinéfilos no podemos dar una opinión valiosa, salvo por carambola. Y la prudencia me dice que no se debe opinar de lo que no se ha visto (ni probablemente veré, si acaso, cuando llegue a la pequeña pantalla). Las expectativas de los que ven un film basado en hechos históricos son muy diversas. Algunos quieren la fidelidad a los hechos históricos, otros una historia romántica por medio y otros analizar cómo afectó aquello al ecosistema o a las finanzas. Como decía León Bloy, cuando quiero estar al tanto de las últimas noticias leo el Apocalipsis. En los medios de difusión la verdad importa poco,

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