miércoles, 1 de noviembre de 2017

Al buen Jesús

Ahmed no tuvo niñez. Al menos no tuvo la niñez que todos los niños de occidente viven. Nunca le llegó Papá Noel con regalos. Ni tuvo recreo en el colegio, porque ya ir de vez en cuando a la escuela era un regalo. Tampoco tuvo vacaciones en la playa, ni disfrutó de juegos con sus amigos los días de cumpleaños.
Ahmed vivía en Siria, cerca de Aleppo, al norte del país. En su pueblo apenas había cien personas y todas se conocían. Sin embargo, tanto Ahmed como su familia eran especiales. En realidad eran, para sus vecinos, “los raros”. Y es que la familia de Ahmed era cristiana. Aún con todo, nadie en el pueblo les rechazaba ni les excluía; si acaso, de vez en cuando, sufrían alguna broma, alguna pequeña humillación. Pero poco más.
El padre de Ahmed era pastor, o lo más parecido al pastor que conocemos en occidente. Temprano, cada día, llevaba su ganado, y el de los vecinos que se lo confiaban, a las zonas de pastos del norte, al pie de las montañas, y allí pasaba casi todo el día. Muchas veces Ahmed iba con él, aunque también otras tantas se quedaba en casa ayudando a su madre que, inválida, tenía dificultades al andar: tenía días, y los malos necesitaba la ayuda de su hijo.
A Ahmed le hubiera gustado tener un hermano, pero la vida lo impidió. Y es que su madre apenas conservó la vida cuando se la dio a su hijo. Un virus, le dijeron los médicos; una maldición, le aseguró la familia. La madre aceptó que no volvería a sentirse fértil, pero rogó “al buen Jesús” que a cambio ayudara a Ahmed a tener una vida larga y feliz.
Así iba la vida hasta que llegó el día más triste que Ahmed recordaría durante años y años. Todo fue muy rápido. Una llamada a la puerta de la casa en la madrugada. Unos gritos furibundos. Su padre que, apenas despierto, abrió con cuidado y… Ahmed solo tuvo tiempo de refugiarse bajo su camastro y desde allí vio como unos hombres armados y medio locos entraron arrollando a su padre y, golpeándolo, le hicieron caer al suelo. Su madre, cojeando y llorosa, se interponía entre todos ellos, y no paraba de recibir golpes e insultos mientras rogaba que dejaran a su marido, que no le hirieran. Pero aquellos hombres no sabían lo que significaba la palabra piedad. Ataron al padre de Ahmed y sin dejarle mirar siquiera a su mujer, se lo llevaron. Allí quedó su madre, de rodillas rezando “al buen Jesús”, pero destrozada por el dolor. Ahmed tardó en salir de su escondite, llegándose a su madre hasta fundirse con ella en un abrazo sin fin. Siempre recordaría Ahmed que no lloró. Ni una lágrima. ¡Ah!: y nunca más volvió a ver a su padre.
Han pasado muchos años desde que Ahmed dejó de ser niño. Ahora vive en Roma. Está casado, tiene tres hijos, uno de ellos ya en la universidad. Su esposa también es siria. Se conocieron cuando Ahmed apenas llegó a Italia. Seis meses tardó en hacer aquel viaje que, desde su dureza, le dio la vida. Se despidió de su madre una madrugada fría. Ambos supieron al mirarse en la oscuridad de la noche que nunca más verían sus caras. Pero su madre le despidió con una sonrisa mientras le decía: “Siempre te tendré en mi mente y nunca te faltará nada porque yo rogaré al buen Jesús para que te proteja”. Así debió ser porque pese a los muchos días de frío y hambre, las noches húmedas durmiendo en bancos de parques oscuros y solitarios, Ahmed consiguió encontrar aquel colegio de Roma donde le abrieron las puertas para que aprendiera un oficio. En el Centro Elis -así se llama- sintió, por primera vez en años, el cariño del cuidado, la seguridad de la preocupación que los profesores le demostraban, la esperanza de comenzar a vivir un futuro feliz.
Hace apenas dos días que Ahmed ha cumplido cincuenta y tres años. Mañana será un día importante para él porque será nombrado director de producción de la empresa donde trabaja. Pero hoy Ahmed está arrodillado en la capilla de San Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro dando las gracias “al buen Jesús” por la vida que le ha concedido vivir.

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