HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE (Hacksaw Ridge)
¿Es éste un mundo de Pedros o de Judas? Para muchos, de Judas; y no por la traición, sino por la coherencia. Judas, para muchos, un tipo coherente: vendió a Cristo y se suicidó, incapaz de creer que podría ser perdonado. ¿Pedro? ¿Un tipo que reniega del mismo Cristo y que luego va y sostiene sobre sus hombros la Iglesia? Raro, raro. Y es que quien está impregnado de la impudicia del pecado, no puede dar trigo. Quien peca, a pecar, que es lo suyo.
Mel Gibson. Católico ultraortodoxo (¿?), padre de familia supernumerosa... borracho, xenófobo, maltratador, violento. ¿Me va a plantear a mí este tío algo que me haga pensar, que me remueva por dentro, que me enfrente al espejo y me haga ver mi conciencia? O resultará una ñoñada para algunos, carente de verdad por venir de quien viene, o supondrá una búsqueda de una redención personal del fulano imperiosamente necesitado de perdón por las maldades que va sembrando por ahí.
A partir de estas bases ya se sabe que cualquier crítica que se haga de su última película estará impregnada de prejuicios. ¿Y yo? ¿Puedo evadirme de esa niebla que nos cubre a todos? No, claro que no, por supuesto que no. Yo también estoy condicionado para hablar de “Hasta el último hombre”, y lo haré desde mi condición de pecador irredento deseoso de serlo un poco menos cada día, que se da cuenta de lo que le falta y lo que le sobra, que se hunde y se alza, que se alegra y llora, que se desespera y espera. Porque sólo puede hablar del cielo quien conoce el infierno.
“Hasta el último hombre” es, por encima de todo, una gran película. La categoría de obra maestra depende de matices y gustos. ¿Para mí? Con una obra maestra en su haber (“La Pasión”), en cinco películas como director, creo que la media está más que aprobada. Ésta es una grandísima película que, sobre todo, te reconcilia con el cine. Porque el cine es varias cosas y, para mí, la que menos, arte. También lo es. Pero por encima de ello creo que es un medio de comunicación, un sistema de transmisión de sensaciones, emociones, y un espectáculo que, además, debe dar dinero, al menos el que ha costado hacerlo, que no es poco. Y todo eso, en grado sumo, lo tiene “Hacksaw Ridge”, su título original y que, por su distanciamiento y sencillez, me parece mucho más acertado que la meliflua traslación al castellano: “Hacksaw Ridge” es, casi literalmente, “la cresta de Hacksaw”, o “el acantilado de Hacksaw”, un lugar de Japón que, en la película, se convierte en altar propiciatorio.
Sí, es verdad, “Hasta el último hombre” es una película con mensaje. ¿Cuál? Eso ya depende del cráneo que la procese. Cierto que es un grito desgarrador sobre lo absurdo de la guerra. Cierto que tiene algo de apología religiosa. Cierto que tiene un componente patriótico redundante. Pero para mí lo que subyace y predomina es un canto a la individualidad, entendida no como muro de aislamiento y trono de egoísmo, sino como loa a la afirmación de la propia conciencia y, lo que es más importante, a que la forma de actuar se asocie indisolublemente a esa conciencia. Uno es lo que es. Uno es su propia formación. Y uno es lo que sufre por ser lo que es, venciendo, cayendo derrotado y volviendo a vencer, hasta poder mirarse a sí mismo y sonreír.
El argumento se explica fácilmente. Desmond Doss es un chico de la América agrícola y profunda, bien formado en una familia –sobre todo una madre- de profundas convicciones religiosas en las que La Biblia es más que un posapapeles milenario, que tiene una convicción honda de servir a su país en la guerra contra los japoneses y otra aún más profunda de servir a los demás salvándoles la vida y no quitándosela. Desde este posicionamiento se niega a tocar –siquiera a tocar- un arma, y afrontar, por ello, cuantas contradicciones surjan al paso, pero siempre desde la firme decisión de ir al frente de batalla “con los mismos riesgos que los demás, pero sin un arma con que defenderse”. Diciendo esto no se deshace la madeja, pero sirve para construir la base sobre la que avanzar en la estructura de la película. Es, desde luego, muy parecida a la que muestra Cimino en “El Cazador”. Dos partes bien diferenciadas. Una primera expositiva de cómo es el personaje, el hábitat en el que se mueve y las penas que sus convicciones le producen. Otra parte explosiva, descarnada, descriptiva, realista, que muestra la guerra sin un ápice de añoranza, sino como un mercado lotero en el que salir vivo o quedar muerto depende de centímetros, suerte, providencia o, simplemente, casualidad.
¿Gana la segunda parte a la primera? No. Entonces, ¿al revés? Tampoco. Cada parte es necesaria. Para muchos la primera será aniñada, simplista, ya vista... Para mí es necesaria, sincera y sencilla. Es preciso subrayar que la buena literatura, pese a quien pese, ha de anclarse en algo tan sorprendente como que el verbo va después del sujeto y antes del predicado. ¡Hale, qué falta de originalidad! Cierto, tan poco original como Miguel Delibes, por ejemplo. El buen cine tiene que anclarse en la historia que se quiere contar y en contarla bien, con claridad, sin confusiones. Y en eso Mel Gibson es un maestro de los de toda la vida que, apoyando la punta de la regla en la pizarra, reclamaba tu atención en el dos, en el signo más, en el otro dos, en el igual y en el cuatro. Destacaría, por encima de todo, siendo algo que se extiende por todo el metraje, los diálogos. Nada estridentes, ni autocomplacientes, ni filosóficos, sino directos, prácticos, precisos y repletos de frases breves, profundas de contenido. Desde luego que quien haya visto la primera parte de “La chaqueta metálica” esta primera de “Hacksaw Ridge” le parecerá falsa y simploide. Quizá la diferencia la vean en que cada cinco palabras no se concluye en un “fuck you”, o que “el hijo de puta”, o “la zorra de tu madre”, o “el cómeme la polla”, ha quedado fuera del cuartel en el que se forma como militar el protagonista. Desde luego que si un buen militar es el que se toca el nardo y se huele la mano, la peli de Gibson es más de boy scouts. Para mí, no obstante, lo del nardo queda mejor para la cadera.
Cuando ya tenemos al personaje deshojado, lo dejamos caer en el suelo para que lo pisotee la gente, y llegamos a “la cresta de Hacksaw” para, literalmente, tratar de salir del paso con vida. Vi esta Semana Santa algo que siempre desearé no haber visto. Tras revisitar “La Pasión”, fascinado una vez más, me adentré en un documental sobre el making off, y comprobé los trucos para no descarnar la espalda de Jim Caviezel al tiempo que todos veíamos descarnar la de Cristo. Y es que, obviamente, todo en el cine es efecto, óptico o visual. Ahora bien, cuando el efecto parece desaparecer ante nuestros ojos como por arte de magia, sin vislumbrar apenas la era digital y comprobar, casi al tacto, que una explosión es una explosión, o que un disparo es un disparo, uno parece asistir a la más tenebrosa de las realidades: la guerra. Pocas veces hemos asistido, quizá ninguna, y pocas asistiremos, a un caminar dantesco tan crudo. Esto que se ve en “Hasta el último hombre” es la verdad y la verdad nos dice que la guerra es muerte, en el mejor de los casos. Hoy yo, desde luego, he estado un rato en la guerra.
Pero todo esto que se encuentra en la película tiene la virtud de estar perfectamente engranado dentro de un grandioso espectáculo cinematográfico que convierte las dos horas y veinte en un tiempo escaso que desearías alargar como un chicle infinito. Espectáculo al que contribuye una banda sonora tensa y épica por momentos que remarca las emociones y se oscurece cuando hay que sangrar en silencio; una conjunción de primeros planos que nos sirve para ver que, además, la película es también una película de actores, entre los que destacaré a Hugo Weaving (el supermalo replicante de “Mátrix”), padre del protagonista, que en apenas veinte minutos de apariciones puntuales demuestra cómo un movimiento tembloroso de labios puede removerte por dentro, o una mirada derrotada puede contarte la historia de una vida (y también hay que reconocer el excepcional trabajo de Andrew Garfield, que de “Spiderman” reloaded ha pasado a ser todo un actorazo merecedor, cuando menos, de pisar el Olimpo de los óscares como nominado... junto a su padre en la ficción); o un guión que, desde la sencillez que favorece la narración, no deja de preguntarnos qué coño hacemos con nuestras vidas cuando permitimos que los respetos humanos no nos dejan ser como somos o como quisiéramos ser porque sabemos que queremos ser así.
En definitiva, Mel Gibson vuelve a hacer cine, con mayúsculas, comprometido con la capacidad del hombre en mirarse hacia adentro y descubrir qué habita por ahí. Y, además, desde la libertad. Porque Gibson, contrariamente a lo que la gente cree de él, como buen individualista y creyente, es un profundo defensor de la libertad, entendiendo por ello quien, siendo como es, se alegra del otro que es como ese otro desea ser. No estamos ante una película antibélica. De ser así, el protagonista no habría ido a la guerra porque no querría matar y no querría ver matar. No. Aquí Desmond Doss no quiere matar, pero entiende que haya que matar. No quiere disparar, pero sabe que hay que hacerlo. Sabe lo que es la guerra y no cree que podrá hacerla desaparecer de la faz de la tierra. Ahora bien, sí podemos definirla como una película pacifista, en la que el protagonista quiere, al menos, poner su granito de arena. Qué sin sentido la guerra mostrado en el plano del soldado americano que cae al tiempo que, a su lado, cabeza frente a cabeza, cae otro soldado... japonés.
¿Tiene ahora respuesta la cuestión del comienzo? Yo creo que sí, que el más borracho, violento, xenófobo, puede, como Pedro, querer abandonar sus vicios y defectos, aún sabiendo que volverá a caer en ellos, y confiando en que, como el protagonista, pueda acudir a Dios a pedirle “que le ayude a salvar a uno más”, cuando ese “uno más” sea uno mismo. Postrémonos, pues, de nuevo para, además de disfrutar, aprovechar, cual momento de profunda reflexión y oración, caminar los pasos de quien, al final de la cinta, se aparece vivo y real, Desmond Doss, reforzando, más si cabe, la verdad de cuanto hemos visto y sentido.
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